Leer a Halfon: volver a casa

Regresar al hogar es reemprender las tareas que uno dejó pendientes y que le andaban esperando: desde la lavadora por tender hasta el relato a medio escribir; desde el lavabo por desatascar hasta unas fotografías por colgar, todos esos asuntos quedaron suspendidos, paralizados, al cerrar la puerta. Y, parte del relato del regreso que empieza a gestarse en nuestra mente cuando encaramos la vuelta, está atravesado por la posibilidad que se nos ofrece de continuarlos.

Tener un hogar es eso: tener asuntos a los que volver.

He tardado unos pocos de libros de Eduardo Halfon en darme cuenta de que es eso lo que siento al leerle. Ha sido con «Un hijo cualquiera» (Libros del Asteroide, 2022), la primera vez que he conseguido ponerle nombre —o asignarle una imagen—, a esa sensación: leer a Halfon es volver a casa.

Porque esa maraña que compone su obra, esa red, ese micelio que se ramifica relato a relato, es un lugar ya en mi memoria. Un espacio liminal que solo habito cuando abro uno de sus libros y dedico las siguientes tardes a unir cabos, a tejer tres o cuatro líneas más del tapiz, a cartografiar una cuarta más de mapa.

«Un hijo cualquiera» es un libro que se entiende muy bien después de Canción, porque, excepto en Saturno, Canción ES el libro en el que el autor más ha vuelto al padre. Y aquí, en realidad, no vuelve al padre, sino que se vuelve padre. Por un lado, por lo tanto, tenemos el tema de la paternidad, aunque dada la vuelta; y tenemos el tema de la guerrilla, que era crucial en Canción. También el lago y los posos del café, y otro secuestro. Tenemos todos esos puntos de amarre con Canción. Pero también tenemos una vuelta a un tipo de narración que a mí me encantaba y que echaba un poco de menos, que son esos viajes por Guatemala en el Saab zafiro, y que me traen ecos de aquel pasaje de la cooperativa de cafetaleros, o de la búsqueda de aquel estudiante…

Y tenemos, como hilo que sirve para coser al Halfon de antes, el Halfon hijo, retazos de su experiencia como padre: del miedo que eso trae y de lo esclarecedor que resulta al despejar la mesa de problemas banales. Y ese hilo, esa trama, viene a construir su propio final, a modificar lo que, hasta ahora, podía ser un final.

Hay en Gleis 17 una especie de giro en su mirada, que es en realidad todo el libro. Antes, el descubrimiento de una de esas placas hubiera supuesto el único fin del cuento, tal vez acompañado de algún animal que hubiese desaparecido de un camino justo después, una frase que algún personaje iría a decir pero no diría. Sin embargo, lo que esta vez acapara la atención del narrador protagonista alter ego, como si el descubrimiento de las placas ya no importara, ya fuera una mirada del pasado, es la mirada del niño, un hijo cualquiera, hacia las manos de su padre. Y me parece que esta imagen simboliza el cambio de visión que empieza a operarse en Halfon y del que, seguramente, tendremos más pistas y más evidencias en el próximo libro.

Los esperaremos con ansia en este Club de Lectura Viva, y confiamos en que el próximo encuentro, el que será el cuarto ya, sea en carne y hueso.

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